La historia argentina abunda en verdades a medias. Mitos y también mentiras. No se trata de ‘revisionismo a la bartola’ sino que es difícil conocer el rumbo sin saber cuál es el origen ni quiénes somos en verdad.
El proyecto de las Provincias Unidas era mucho más interesante que la propuesta de la República Argentina.
Hasta el nombre, Provincias Unidas, reflejaba un país federal que que no refleja la opción República, definitivamente centralista.
La declaración del 9 de julio de 1816 fue realizada por las Provincias Unidas en Sud América, una propuesta más ambiciosa que las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Pero el gran problema de estos territorios siempre fue la hipocresía, la distancia entre el enunciado y la realidad.
Por ejemplo a San Miguel de Tucumán no llegaron los delegados de José Gervasio de Artigas, y sí prevalecieron los intereses de Provincia de Buenos Aires, que intentaron -y lograron- controlar los acontecimientos, acotando definitivamente el vuelo del concepto Provincias Unidas.
Además, ocurrieron diferencias notables que impidieron que la independencia se declarase en marzo, y ocurrió en julio porque José de San Martín no cesaba de exigirla desde El Plumerillo, en la ciudad de Mendoza ya que era incomprensible ir por la libertad de Chile cuando no se había declarado la propia.
Precisamente San Martín, al igual que Manuel Belgrano, eran partidarios de una monarquía constitucional, por temor al caos, un intento de evitar la guerra civil que ocurrió más tarde.
Pero tampoco había consenso acerca de las características de la monarquía constitucional.
Es difícil proclamar la libertad cuando no se conoce para qué se desea la libertad. Es decir que la ausencia de proyecto de país es un problema de origen en las tierras criollas. Quizás, abundaron los proyectos pero faltaron los consensos, y el resultado sigue siendo la nada.
La declaración del 9 de julio ordenó «una nación libre e independiente de los Reyes de España y su metrópoli». Sólo de la Corona española, exhibición de los disensos. Algunos proponían negociar con otra monarquía, por ejemplo la portuguesa Sereníssima Casa de Bragança. Hoy día subsiste aún el linaje, liderado por el anciano Eduardo Pío de Braganza.
Una posibilidad que se exploró fue declarar reina a Carlota Joaquina de Bourbon e Bourbon, Infanta de España por nacimiento, y reina consorte de Portugal y emperatriz titular de Brasil a través de su matrimonio con Juan VI de Portugal.
Hasta 1821, Juan VI de Portugal permaneció en Brasil.
La alternativa era una monarquía que liderase algún descendiente de la Casa de los Incas, despojada del trono por los españoles varios siglos antes: Juan Bautista Tupac Amaru Monjarrás, hermano de José Gabriel Condorcanqui Noguera o Tupac Amaru II, líder de una sublevación que había fracasado en 1870.
Quienes se opusieron fueron los representantes bonaerenses. Para comenzar, estaba en riesgo su hegemonía. No es una novedad: el proyecto de República legitimó las ambiciones bonaerenses, financiadas por los impuestos al comercio exterior que se percibían en el Puerto de Buenos Aires.
De todos modos, no exageremos: es tan difícil aventurar si hubiese resultado más interesante el proyecto monárquico como conocer si no hubiese resultado más afortunado que triunfaran las invasiones inglesas. Unos especularán que sí y otros que no. Pero prevalece la realidad. Somos lo que somos, no lo que pudimos ser.
Ahora bien, no es cierto que los pueblos definan las opciones posibles. Ni siquiera son sus líderes visibles quienes lo deciden, y no siempre los líderes tienen un origen popular. En muchas ocasiones, los líderes fracasan en imponer sus criterios. Al final, prevalece una trama compleja de intereses no siempre lineales.
José de San Martín, Manuel Belgrano y Martín Miguel de Güemes llegaron a apoyar la opción de una monarquía referenciada en Cuzco y, sin embargo, fracasaron los 3, ante un grupo de bonaerenses, que luego fueron porteños, y que casi no aparecen en los libros de historia.
Pero hay algo más grave aún: el racismo, en el origen de la independencia.
Tomás Manuel de Anchorena, quien fue diputado por Buenos Aires, le escribió a Juan Manuel de Rosas: “Nos quedamos atónitos por lo ridículo y extravagante de la idea (…) le hicimos varias observaciones a Belgrano, aunque con medida, porque vimos brillar el contento de los diputados cuicos del Alto Perú y también en otros representantes de las provincias. Tuvimos por entonces que callar y disimular el sumo desprecio con que mirábamos tal pensamiento”.
Entre sus argumentos en contra, Anchorena mencionó su oposición a “un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en un elevado trono”.
El apoyo a la monarquía incaica gozaba de popularidad. Entre el 11 y el 12 de julio de 1816, el presbítero Manuel Antonio Acevedo, diputado por Catamarca, propuso directamente la elección de un monarca descendiente de los incas. Pero había un problema que fue bien explicado por los bonaerenses: Juan Bautista Tupac Amaru estaba cautivo desde 1783 en una prisión de Ceuta, posesión española en el norte de Africa. Él recién llegó a Buenos Aires en 1823, donde falleció en 1827.
Todo este debate llevó a la sesión secreta del 19 de julio de 1816, cuando se reformuló la declaración de la independencia del día 16. En el nuevo texto se declaró la independencia «de los Reyes de España, sus sucesores y metrópoli, y de toda otra dominación extranjera».
El «de toda otra dominación extranjera» fue propuesto por el representante bonaerense Pedro Medrano, nacido en la isla Gorriti, abogado por la Pontificia Universidad Mayor Real de Chuquisaca pero cuyo orgullo era ser poeta.
Medrano participó del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, fue diputado en la Asamblea del Año XIII, fue compañero de Belgrano en la misión diplomática de 1814 por la fallida reinstauración de Fernando VII, y fue coautor del Estatuto provisional de 1815, que rechazaron las provincias.
El rechazo más importante provino del gobernador de Cuyo, José de San Martín, quien lo fundamentó en que provenía de un Poder Ejecutivo que carecía de reconocimiento de las provincias.
Medrano obtuvo su venganza sobre San Martín, aunque no fuese su objetivo explícito. La prisión del Inca volvió imposible esa opción y con su propuesta se bloqueó a la Casa de Braganza.
La gran pregunta: entonces ¿habría que celebrar el 9 de julio o el 19 de julio? ¿Cuál es el día de la independencia? Al fin de cuentas, el 9 de julio los declarantes sólo pensaban en la autonomía de España, y recién el 19 de julio imaginaron una libertad de todos.
Hasta 1826 la tradición en las Provincias Unidas del Río de la Plata seguía vinculada al 25 de mayo de 1810, una festividad que tenía su eje en la ciudad de Buenos Aires.
Bernardino Rivadavia, 1er. presidente de las Provincias Unidas -y quien inició su demolición-, ordenó que el 9 de julio se celebrase junto al 25 de mayo pues consideraba que la repetición de estas fiestas «irroga perjuicios de consideración al comercio e industria»: los días feriados la economía no produce.
Fue Juan Manuel de Rosas, cuando se estaban por cumplir los 20 años de la Declaración de la Independencia, quien dispuso el decreto. Ocurrió el 11 de junio de 1835, estableciendo que la celebración del 9 de julio fuese equivalente a la del 25 de mayo.
Sin embargo, no hubo independencia en ninguna de ambas ocasiones.
En el caso del 25 de mayo, ni siquiera de España. En el caso del 9 de julio, sólo de España.
Pero los argentinos celebran su independencia el 9 de julio, ordenada por los representantes de las Provincias Unidas en Sud América. Y desde tierna infancia, en la escuela primaria, se enseñan esas verdades parciales, o mentiras, a los futuros ciudadanos, que las deben incorporar año tras año, porque, de lo contrario, serán aplazados.
Fuente: Urgente24